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FAUSTO | 11 Juny, 2009 07:00
Primero el piano establece la pauta, luego el bajo pulsa el sagrado ritmo de las olas y la batería hace crepitar la madera, entonces aparecen las dos voces, trompeta y saxo, que se entrelazarán, mostrando el arcano, sólo unos minutos, en un mismo juego de improvisaciones que es siempre diferente.
¿Y qué sucede?
Sucede que hay libertad en la estructura y amplitud en el marco.
Sucede, el arte sucede.
Los cinco músicos esperan, relajados, a que ocurra lo improbable. Que cinco individuos, ni siquiera semejantes en el color de la piel -carbón, miel, canela, barro y bambú-, se transformen en un único cerebro que durante unos pocos e insondables minutos incorpore el silencio y el espacio al ritmo y la melodía, y metamorfosee estructuras abstractas en estados emocionales.
Entonces, a veces, el solo de trompeta, breve y descarnado, te hace llorar de alegría al costado del camino. Otras, te obliga a refugiarte en lugar seguro esperando el ataque de algún vampiro.
Y es que en la belleza más pura hay algo de horror.
Y de seca melancolía.
La espera relajada se prolonga hasta que un bajo eléctrico repite una misma pulsación con persistencia de granito y las dos baterías cruzan el compás y un clarinete bajo hace pastosos tres interminables segundos en que la muerte se aprecia en plena vida: éxtasis, alegría de conocer.
El negro magnético que toca la trompeta te ignora detrás de sus gafas negras.
Si los blancos supieran realmente lo que encierra la mente de la mayoría de los negros, huirían asustados.
La trompeta ahora suena como una guitarra. Es imposible no mover el pie.
El fraseo dura un minuto y cuarenta segundos en los cuales la vida adquiere una certeza irrefutable.
Dicen que al trompetista, en una cena en la Casa Blanca, una sofisticada dama, al ver que era el único negro en una mesa de celebridades blancas, le preguntó:
“¿Qué ha hecho usted para estar aquí, señor Davis?”.
Miles Davis, bello y negro, hace una seña imperceptible y los músicos dejan de tocar.
La luz lo ilumina, lo demás está a oscuras.
Su música parece el canto del último humano.
Cierra los ojos, ve colores.
Un viento invisible intenta tumbarlo pero él lo utiliza para dejarse llevar, sin perder el compás y sin cometer, jamás, la grosería de repetirse.
Gabriel Bertotti
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