Articles sobre literatura escrits pels amics de la llibreria Món de Llibres.
FAUSTO | 20 Octubre, 2011 07:00
Kan Zaman (había una vez..) un niño que tuvo un sueño después de jugar durante horas con un mapa del mundo. Recorrería los oasis de Egipto, viajaría en busca de los árabes del mar, conviviría con los sacerdotes animistas de Costa de Marfil, recorrería el Sudán en camión, recuperaría los individuos que en la época decimonónica eran transformados en meras entelequias exóticas, contaría las historias de los rostros anónimos que veía en las viejas fotografías de libros como Razas Humanas, y alguna vez iría a Socotra, la mítica isla perdida en la que Gilgamesh encontró la planta de la inmortalidad, la isla de la mirra y el incienso, la isla de los aloes que curaban las heridas de los griegos, la isla en la que crecían los dragos, cuya sangre de dragón cubría los cuerpos de los gladiadores y era utilizada para dar el toque mágico a los ilustres violines de Stradivarius, pero por sobre todo, la isla en la que habitaban el fénix y el ave Roc, de la que se habla en uno de los viajes de Simbad y que era capaz de levantar con sus garras un elefante o un rinoceronte.
Hace años, un grupo de fotografías de los oasis egipcios me causó cierta inquietud que aún recuerdo. No sólo eran las miradas oblicuas de la gente del río, no sólo era el acerado blanco y negro que tenía un extraño resplandor opaco, sino la mirada del que hacía las fotos, la vacía mirada que encontraba la luz oculta de las cosas y las entregaba sin inocencia y sin condena, tan contundentes y abstractas a la vez, como una duna o un iceberg. El autor de las fotos era un tal Jordi Esteva del que nunca antes había oído hablar. No olvidé ese nombre en veinte años.
Jordi Esteva va a Socotra, la isla que aparece de súbito entre las nubes y la tormenta, para subir a al-Haggar, la montaña donde se supone que el Roc tiene su nido.
¿Se puede ir a algún lugar por una razón mejor?
El libro es el relato en primera persona de ese viaje final, un viaje por los mundos árabes que conviven en una parte del mundo que nos es prácticamente desconocida, una parte del mundo que se rige por un Libro y por un conjunto de rutinas ritualizadas que estructuran cada paso de sus habitantes, un mundo en que la camadería y la hospitalidad son ley sagrada, en que el silencio y la desconfianza me recuerdan el silencio socarrón de los mallorquines de fora vila ante un foraster, un mundo de inocente amistad masculina y de sutil homoerotismo. Un mundo en que las mujeres comen, fuman y beben con el cuerpo cubierto por túnicas negras, en que algunos rostros, pocos, se vislumbran detrás del velo por el resplandor del cigarrillo al encenderse o por el cansancio de los labios que sujetan el borde de la túnica que cubre el rostro; en todo el viaje Esteva habla con sólo dos mujeres: una prostituta que no cantaba canciones de amor y una vieja matrona que, con permiso del marido y a cara descubierta, termina de contar una historia.
Un mundo que se va desdibujando lentamente, que está al borde de la desaparición, un mundo ancestral en que se habla una lengua arcaica, como la cara de sus habitantes, hermano del que hablaba la reina de Saba. Un extraño lugar aislado durante milenios cuya historia e identidad fueron borradas por la guerra fría y el integrismo islámico.
Pero, superando cualquier metáfora, dentro de ese conjunto de mundos, existe uno todavía primitivo, en el que los hombres hacen fuego con dos palillos y lo administran con la mano, en que los makoles (curanderos) aún tratan con los genios (yins), y en el que las mujeres visten vestidos coloridos y andan con los cabellos al viento y el rostro mestizo de griego, indio, negro y árabe, descubierto.
La travesía desde la costa del Yemen hasta Socotra, y en Socotra, hasta la montaña de al-Haggar, donde viven los hombre que aún cuentan historias, es el argumento de este libro, un viaje en el que por la increíble destreza literaria de Esteva el tiempo nunca es lineal, siempre es en espiral: momentos que recuerdan otros momentos engarzados en otros momentos, olores que vienen de otra parte, encuentro con pastores que descienden la montaña y que los esperan en lo alto de la montaña con un té caliente. Esteva maneja una prosa seca, transparente, y lo hace como un brujo bueno, dominando con gracia el espacio y el tiempo, transformando el pasado, su pasado personal y el pasado del espacio en el que viaja, en un puro presente en el que coexisten todos los planos temporales sin que ninguno anule a los demás y que se desarrolla mientras avanzamos en la lectura, logrando así que parezca que todo lo que se recuerda, que todo lo que se narra, sucediera por primera vez.
Un viaje que como todo viaje a tierras lejanas es una excusa y una terapia para la más extrema introspección. La montaña de Socotra es el alma ancestral de Esteva, y con él, al mismo tiempo que él, nos sumergimos en esas transparentes profundidades prehistóricas en donde no encontraremos ninguna respuesta y sí una de las más ancestrales preguntas:
¿Qué ocurre cuando los sueños se han cumplido?
Gabriel Bertotti
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