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La piedra alada. José Watanabe.

FAUSTO | 21 Juny, 2007 14:44

        Me entero con algún retraso de la prematura muerte del poeta peruano José Watanabe a los sesenta y un años de edad. No sabía que estuviera enfermo y su muerte, como suele suceder con lo inesperado, le deja a uno con la sensación de una profunda incertidumbre. Conocí la poesía de Watanabe, en septiembre del año pasado, gracias a Lola Larumbe, de la madrileña librería Rafael Alberti. Lola había pasado el verano en Perú siguiendo las huellas de El Río, el magnífico libro de viajes que recientemente ha publicado entre nosotros Pre-Textos, editorial a la que también debemos el conocimiento de la obra del poeta peruano. Aquella tarde, Lola me habló con admiración de Watanabe, de su primer libro editado en España, La piedra alada, y de los días que compartieron en Lima.

La voz poética de Watanabe no forma parte de lo que podríamos denominar la gran tradición española y uno se atrevería a afirmar que, incluso, tampoco de la hispanoamericana. Su estilo, de una gran austeridad, puede sugerir una cierta aspereza, pero no creo que sea el caso, sino el de un despojamiento esencial; una rudeza, sí, que nace del amor por lo más concreto y callado. Su poesía se podría decir que se encuentra siempre a la espera de que acontezca lo poético sin necesidad de alardes ni dramatismos. Eso y el interés por el haiku, así como su amor por la naturaleza, incluso la inanimada. "La piedra era piedra -se lee en uno de sus poemas- y así se bastaba".

En el arte suelen darse dos direcciones contrapuestas: una que defiende la contundencia de lo expresivo y otra, más refinada, que busca el silencio, la sutileza, la intimidad de la obra. El abuelo de José Watanabe llegó al Perú desde su Japón natal para trabajar de bracero en un latifundio. Como tenía buena mano para la pintura, pronto le empezaron a llegar encargos de conventos y pequeñas parroquias para que fuera pintando algunos retratos de imaginería religiosa: un crucificado, una piedad, una inmaculada. Uno se imagina esas tablas finas, pequeñas, algo trascendidas, como ha sido siempre el arte japonés, en lugar del expresionismo brutal y postizo del peor barroco español. Y en efecto, era la sangre lo que echaban a faltar las monjas y los curas; los manchones de sangre, la fuerza más burda, en fin. Y por ello, le ordenaban que manchara sus cuadros con sangre para que así las telas pudieran gritar. ¿Para qué tanto silencio?, exclamaban esos hombres de fe. ¿Para qué? Esta pregunta es también la de la poesía de su nieto.

Si no estoy equivocado, Watanabe tiene una hija en Mallorca que habrá dado a luz o estará a punto. En uno de los versos de su padre, hablando precisamente de la maternidad y del destete, se puede leer: "El seno ya no es más el sitio de la ternura". En estas palabras se esconde un elogio suficiente. La ternura, la humildad y la escucha dan testimonio de la más alta poesía.

Daniel Capó Diario de Mallorca 8/06/07

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