Articles sobre literatura escrits pels amics de la llibreria Món de Llibres.
FAUSTO | 16 Març, 2007 11:53
L’altre dia em comentava Daniel Capó les excel.lències i la qualitat literària del llibre de memòries de Stanislaw Lem titulat El castillo alto que fa poc ha editat l’editorial Funambulista. Tots dos coincidim en que Lem (1921-2006) ha estat un dels més grans escriptors de ciència-ficció que la literatura ha donat. Però l’autor polonès era també un brillant pensador i un lúcid filòsof, i per adonar-nos-en n’hi ha prou llegint Provocación, un llibre que recomano i que, sense cap classe de dubte, ha suposat per a mi una de les millors lectures dels darrers mesos. Quan l’hagi paït completament intentaré escriure un article, mentrestant transcric a continuació la columna que Daniel Capó publicà fa uns dies en el Diario de Mallorca.
Fausto Puerto
Fuimos muchos los que conocimos a Stanislaw Lem gracias a la adaptación cinematográfica de Solaris que Andrei Tarkovski rodó a principios de los 70. La respuesta soviética a 2001, se dijo por aquel entonces. Pamplinas. No recuerdo cuándo vi esa película por primera vez, hace ahora unos diez o quince años –sé que hacía frío y que nevaba sobre la ciudad–; pero sí recuerdo el silencio que me persiguió durante días y la belleza icónica, profundamente metafísica, de cada una de sus escenas. Luego no leí Solaris –cuando debí haberlo hecho– ni ninguno de los otros grandes títulos de Stanislaw Lem, quizás porque uno asocia la ciencia–ficción con las aventuras de Flash Gordon o con la saga de Star Wars en lugar de con los grandes espacios metafísicos del autor polaco o con las distopías futuristas de un Orwell. Da igual. Uno no elige su sensibilidad. O, al menos, no lo hace del todo. Ha sido estos meses, al leer Provocación, el perturbador estudio de Lem sobre el Holocausto, que descubrí a uno de los músculos literarios –y filosóficos– más potentes de la escritura europea del siglo XX.
Ahora, la exquisita editorial Funambulista, nos sorprende con El castillo alto, una breve autobiografía de sus años de infancia y de juventud en Lvov. Hablar de una autobiografía es hablar de la memoria y también de su ausencia. La memoria, constata con dolor Stanislaw Lem, no retiene aquello que nos interesa sino lo que a ella le apetece, como si su discurrir no nos perteneciera por completo. En sus Confesiones, Agustín de Hipona conoció esta misma perplejidad y tampoco él llegó a saber cuánto hay de real –y de inventado– en el recuerdo. O dicho de otro modo: ¿cuánto hay de mítico –de voluntad manifiesta de orden– en el espantoso juego de azar que es la vida? ¿Qué son los mitos, entonces, –se pregunta Lem– sino la imposición del orden en el fenómeno, que no posee un orden en sí mismo? Uno sospecha que detrás de esta pregunta no se oculta el nihilismo. La memoria –como la vida– se edifica con las virutas del azar y las pretensiones de orden –y de sentido– forman parte del sutil proceso de humanización que cada hombre persigue a lo largo de su vida.
Pero en El castillo alto encontramos mucho más que una lúcida reflexión sobre el papel de la memoria y del olvido. Leemos el origen de sus obsesiones, el sabor de los pastelitos judíos, su fascinación por los objetos más que por las personas. Al contrario que los moralistas, Lem reconoce en un pie descalzo la parte más indecente del ser humano. Y le sorprendemos de niño gateando por debajo de una locomotora, justo antes de arrancar, sólo por ver quebrarse una estalactita que colgaba. Al final del libro, con la llegada del nazismo, una sombra espesa se cierne sobre un mundo condenado a desaparecer.
El castillo alto se lee como uno de los grandes minors del siglo XX.
Daniel Capó
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