Articles sobre literatura escrits pels amics de la llibreria Món de Llibres.
FAUSTO | 05 Febrer, 2025 17:20
Pisábamos los charcos ha ganado el XXVIII Premio de Novela Ciudad de Salamanca.
El título y los nombres de los capítulos están tomados de diferentes canciones de Golpes Bajos. Entre ellas: Cena recalentada, Desconocidos o La fiesta de los maniquíes.
El argumento: Cristian, un autor de cincuenta y ocho años, ante el anuncio de la enfermedad mortal de un amigo, recupera, en una memoria que es a la vez la novela que estamos leyendo, los diarios y las vivencias de sus primeros años universitarios en Valencia.
Piña Valls afirma: «Nos forjamos entre los quince y los veinte años. Si arrastro hasta hoy una propensión a la crueldad verbal, puede que sea gracias a alguna amistad de entonces». Afirma también que hubo un intento previo hace años de escribir esta novela pero que no lo logró porque todavía no había superado el duelo por la desaparición de algunos protagonistas de la historia. Ante la enfermedad del amigo y el inicio de la madurez puede por fin escribir las memorias de esa época.
«Era cuestión de darme treinta y tres años de luto».
Eso es lo que sabemos. Lo que podemos encontrar en la red y en declaraciones del propio autor, pero, como en toda obra que transforma la realidad en pura literatura, hay un plan oculto bajo las aguas tranquilas del argumento.
Cuando se leen las memorias de un autor, uno siente la misma vergüenza un poco culpable que cuando se queda solo en una casa ajena y no se resiste a hurgar en cajones y armarios, violando la confianza de los moradores y embarcándose en los secretos de todo voyeur. Una sensación parecida se posesiona del lector de esta novela mientras va avanzando en sus páginas. Por suerte para el lector, la pericia del narrador transforma pudor y vergüenza en celebración y alegría. En esa misteriosa pericia que no se puede cuantificar y apenas resiste explicaciones y análisis reside el arte narrativo.
Josep Pla contándote la manera en que Hermòs asaba pimientos y sardinas.
Xavier de Maistre narrando las aventuras de un caminante encerrado en una habitación.
Jack London aventurándose con los ojos cerrados y el cuerpo muerto más allá del espacio y del tiempo de una celda.
Román Piña Valls creando literatura a partir de las andanzas del autor y de su grupo de amigos en una Valencia absolutamente personal.
Piña Valls se recuerda como un muchacho que ha muerto adolescente y ha renacido en un joven cubierto de dolorosas heridas semejantes a las de un arduo parto.
La incertidumbre de la identidad propia en la primera juventud, en la que se construirá la personalidad que no lo abandonará en toda la vida, se manifiesta en las confusiones con su nombre. A Cristian, el protagonista, lo llamarán: Damián, Roldán, Ramón, etc.
Mientras leía, me hacía las siguientes preguntas, dado lo lejano del lugar en el que se desarrolla la historia de cualquier experiencia personal o cultural propia:
¿Puede a alguien interesarle la Valencia de mediados de los ochenta?
¿Es necesario que le interese a alguien?
La respuesta es que un escritor que posea la magia de transformar hechos crudos y sucios en luminosa ficción no necesita de lo que se suele denominar “ambiente”; no tengo dudas de que si Piña Valls hubiera tenido que narrar sus andanzas por la Barcelona o el Madrid de los ochenta o por el Buenos Aires explosivo y radiante post dictadura hubiera hecho las misma cosas que en la Valencia de su novela. Se habría quedado dormido en los mismos parlantes y en los bares de moda habría pedido el mismo vaso de leche, hubiera ignorando las vanguardias artísticas lo mismo que cualquier tipo de alcohol, tabaco o la panoplia multiforme de la oferta de drogas que circulaban por todos los ambientes de la juventud de la época.
Él hubiera mirado todo desde otra parte en cualquier lugar en el que le hubiera tocado vivir.
Y sin embargo, porque controla con mano férrea la artesanía secreta del relato, porque sabe darle aire a la realidad desde la ficción, o tal vez porque ha vivido toda su vida esa realidad como si fuera una ficción, logra que sigamos la reconstrucción literaria de sus recuerdos con el mismo interés que seguiríamos los minuciosos informes de un aventurero en tierras incógnitas.
Entiéndame, no estoy comparando una novela con un estudio de campo, ni siquiera estoy considerando la pura materia del relato (los recuerdos de un escritor de sus años de formación), lo que estoy intentando decir con alusiones y trucos de crítico amateur, es que Piña Valls ha logrado lo que sólo logran los verdaderos narradores: hacernos partícipes de una ecuación irrefutable.
La memoria es parte de la imaginación y la imaginación la única manera de hacer que unos recuerdos individuales puedan ser universales.
Ser partícipes de una traducción entre idiomas personales y vivencias arquetípicas. Eludiendo así la vergüenza del mirón, convirtiéndonos en testigos de lo que se narra, entrando en un espacio y en un tiempo creados por un autor que logra que aceptemos la ilusión de que todo lo que sucede sucede mientras lo leemos.
Esta novela acota un tiempo determinado y lo expande por los pulmones, las vísceras y el corazón, sin recrearse en el color local ni en sensacionalismos eróticos, sin rechazar un pasado que sigue vivo, porque lo que fuimos es lo que somos y lo que nunca dejaremos de ser mientras alguien tenga el valor de inmortalizarnos en una novela.
El autor ejecuta su plan secreto: un acto de amor a sus amigos y al pasado que lo hizo hombre, y les otorga, y también a nosotros como lectores, esa eternidad que hace que lo que se narra no sea solamente lo que está impreso, venciendo la entropía que nunca podrá degradar la materia de la que están hechos los recuerdos y los sueños.
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 21 Febrer, 2024 11:20
Empezar con una mirada que abarca enanos gamberros y pingüinos solitarios
que nace en una cascada sin origen
de la que se disfruta la perpetua caída.
La Caída.
La cursilería de atribuir conciencia a un abismo que es puro vacío.
La condición necesaria y suficiente de toda creación.
La ciudadanía sin nacionalidad.
La poesía sin palabras.
El Vacío y la Caída, sin hielo, por favor, Servando.
Sergio Mayor ha creado un artefacto sin género, puro sexo independiente de genitales, resplandeciente.
Un libro vacío. Predispuesto a los lectores/creadores, que sin saberlo ni quererlo, al abrirlo musitan en silencio las palabras sagradas:
Hágase la Luz.
Y la luz, se hizo, para ser bebida de un lingotazo o de a pequeños sorbos, discriminando.
Los géneros literarios son una invención de aquellos que no hacen literatura. De aquellos que intentan sistematizar las obras literarias convirtiéndolas en subproductos pretenciosos y huecos, puros delirios frustrados de gente que no escribe.
Escribir es una vocación y un destino y una pasión.
Escribir no es sólo sentarse y aporrear un teclado o gastar un lápiz o consumir la arcaica tinta de antiguas lapiceras, escribir es una manera de vivir y de percibir la existencia del mundo.
Los nacidos para escribir escriben mientras caminan, escriben mientras conducen, escriben mientras nadan, corren o follan. Y por sobre todas las cosas, escriben cuando leen.
Escribir y leer es lo mismo.
Si tuviera que elegir preferiría a los escritores que no sufren mientras escriben. Elegiría a los que disfrutan como niños salvajes. A los que no escriben para transformar sus fantasmas en funcionarios, ni para expurgar su inconsciente de monstruos horrendos, ni para ajustar cuentas con abusadores o padres esquivos. Elegiría a los que se convierten en otras personas poniéndose una personalidad ficticia como si se pusieran un traje adecuado a determinadas ocasiones y que luego de usarlo lo doblaran primorosamente y lo guardaran de nuevo en el armario, sin creerse jamás el personaje ni indagando demasiado en sí mismos ni en la imagen que devuelve el espejo. Me gustan los escritores que descreen de los argumentos y de las tramas. Me gustan los escritores que ejercen de poetas sin recurrir jamás a la patraña de la “prosa poética”, que siempre y en todas partes envejece mal. Me gustan los escritores que huyen de la ideología como de la misma peste. Me gustan los escritores que aparecen de pronto, sin previo aviso, y que destrozan tu plácida percepción de la realidad. Está bien leer para entretenerse, para divertirse, para pasar el rato. Está bien leer buscando el goce estético y la frase bien construida, pero está mejor leer para comprender que uno siempre ha sido un idiota diferente al que creía ser.
Me gusta Sergio Mayor porque no se toma a sí mismo demasiado en serio ni escribe para llamar la atención ni busca entretenerte ni incomodarte ni cambiarte.
Me gusta Sergio Mayor porque me gusta William Blake y porque me gusta Philip K. Dick.
Me gusta Sergio Mayor porque me gusta el Santo Tomás de los fantásticos silogismos de la Summa Theologiae.
Me gusta Sergio Mayor porque ha visto el rostro oculto de Dios y se lo guarda como se debe guardar todo secreto que incumba a la persona amada.
Me gusta Sergio Mayor porque escribe como imagino que lo hubieran hecho el Harry Heller de El lobo estepario, o el cura alucinado de El poder y la gloria, o como también lo hubieran hecho Amacaballo Fat después la iluminación o Wallace Stevens abrazando la serpiente.
Me gusta Sergio Mayor como me gustan Li Po o Tu Fu o Chuang Tse.
Poetas todos que le quitan dramatismo a la vida y que saben que ninguna palabra vale tanto como el compañerismo en que se debe transformar la pasión si uno no se ciega y abre los ojos y concurre como un devoto al templo, y sin esperanza, lleno de alegría, le pide a Servando que le sirva otra copa, mientras los chacales aprietan los puños y lo acechan.
Y entonces, el escritor toma su copa, la bebe hasta las heces, y sin miedo, acepta la pelea hipostasiando los golpes y las heridas en la manifestación más sagrada de aceptación y renuncia.
Un escritor como Sergio Mayor es mucho más que un escritor, es un monje y un soldado y un borracho y un hermano. Eso tal vez sea lo mejor de todo. Leer y escribir es reconocerse en los otros que ven los mismos diamantes brillando en la mierda que la gente esquiva y niega. Y para coger esos diamantes hay que mancharse las manos.
Con sangre, polvo y tinta.
Hay que perder los dientes y arriesgarse a ser asesinado en un tugurio cayendo por un barranco con la única compañía de un perro muerto, y así y todo, antes de cerrar los ojos para siempre, contemplar la belleza de los fuegos artificiales y de las explosiones y de las balas, espantando del cielo la inmunda paz, cubriéndolo todo de carmesí y púrpura, ganándonos la muerte, celebrando la vida.
Sangre, polvo y tinta, y ningún epitafio.
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 13 Octubre, 2023 17:06
Hay por lo menos dos Antonios Tocornal. Uno es el que responde a los datos biográficos habituales en las solapas de sus libros. Del otro Tocornal, el que escribió Bajamares, Malasanta y Cadillac Ranch, me contaron algunas cosas que quisiera compartir con ustedes.
Me contaron que al padre de Tocornal, que era espía en la China, lo mató un tigre solitario en la selva, y que la mamá cogió al niño en brazos y lo cruzó a Japón, donde creció apreciando los dibujos de Hokusai, de los que aprendió a manejar el tiempo para que el tiempo que todo lo desgasta no lo alcanzara; también me contaron que vagabundeando por el distrito Shinjuku de Tokio, escuchó un quejido nacido mucho tiempo atrás, como él, en la Isla de San Fernando, Cádiz, y que, siguiéndolo, entró a un tablado y se topó con Camarón, que enseguida lo reconoció como al niño que lo contemplaba azorado mientras que le cantaba a su sombra en una caseta de la Isla, y le propuso ser uno más de los palmeros de su grupo; y así, se hizo amigo de Chiquito de la Calzada, el líder de los palmeros, que le enseñó a avanzar, retrocediendo. Los abandonó en la antigua Saigón, desafiando a las ratas que se comieron el cadáver de Christopher Walken, y emprendió una fuga de sí mismo para escapar del tiempo que todo lo agota; recaló en París, eludiendo el cliché, pintando pueblos que surgen de la palma de la mano y bichos demasiado humanos que se suicidan contra los parabrisas; se cansó de París cuando le propusieron pintar sólo cuadros de mujeres con tres ojos. Recaló en Mallorca, donde el tiempo fluye de otra maneras y se cristaliza en un mar muy viejo; se hundió en las aguas con los ojos bien abiertos y vio un espacio inaca-bable que lo llamaba. Vivió incontables años en el mar, aprendiendo la seriedad y el silencio que te exige el trabajo marino, hasta que una mañana templada emergió recién nacido a una nueva vida, como emerge un niño de las aguas salubres de una piscina que contiene el misterio ultramarino de las montañas. Descalzo y desnudo, abandonó todo y atrapó con una red de palabras al tiempo esquivo, curtido por los vientos de la isla de Roque Espino, donde los meros se alimentan de ojos de vidrio y las vacas flotan panza arriba. Se duchó y se quitó la sal, y como un náufrago feliz, encendió el ordenador y leyó la siguiente reseña de su libro.
Tocornal es un hombre serio que escribe en serio. A su lado se acaban amaneramientos e imposturas. Tal vez eso fue lo que lo llevó a dejar atrás las artes plásticas, que habían reemplazado la obra por la interpretación, que siempre es una intrusa y jamás la verdadero protagonista.
Tocornal es un escritor profesional. No se anda con zarandajas ni hipocresías. No busca ser considerado ni un artista ni un doliente buscador de verdades. Es un profesional en el sentido hemingweniano del término. En sus obras hay un arquitecto que diseña y un ingeniero que construye y un maestro mayor que ejecuta y un obrero que se ensucia las manos. Hay un escritor que piensa y hay otro que escribe y hay un tercero que corrige. No necesariamente son el mismo ya que en el arte de escribir sobre las anomalías que propician lo “maravilloso cotidiano” es indispensable que no lo sean. Es indispensable que el que piensa el argumento no le cuente todo al que lo ejecuta y que el que lo ejecuta descubra por sí mismo los secretos inherentes a la obra que el propio arquitecto desconoce. Los lectores quedan así advertidos: para disfrutar hay que desconfiar del autor.
Tocornal sabe que el secreto de la obra bien hecha está en la corrección. Sabe que la verdad del texto está en la corrección. Que el trabajo empieza a partir del punto final. Porque el punto final es una ilusión. La obra tiende al límite pero nunca lo alcanza. La publicación es así un simulacro. Ya que en ediciones venideras, el relato, que está vivo, mutará con cada nueva corrección. Sólo la muerte del autor podría indicar un final, pero la vida casi eterna de las obras perdurables no se acaba nunca mientras existan los lectores. La lectura será así, la última y definitiva instancia de la corrección permanente. Cada nueva lectura implica una obra nueva. Cada mirada es escritura. Cada lector es autor. Tocornal es un autor que vive en su obra porque permanece invisible. Es como un dios profano que resucita en cada nueva refutación y que acecha al fondo de su telaraña observándonos divertido a través de una gran lupa que contiene al universo. Whishful thinking y corrección política han invadido la literatura convirtiéndola en un vademécum de inseguridades adolescentes, pero todavía quedan rescoldos en la hoguera que los necios intentan apagar con la fuerza de sus orines, aún quedan brasas ardiendo para los lectores que deciden comportarse como adultos que aceptan y se enfrentan a la incertidumbre sin refutar el absurdo, deleitándose como aquel jardinero de uno de los relatos de este maravilloso libro de relatos que no riega jamás las plantas porque sabe que en la degradación del tiempo reside la más permanente de las bellezas y “que la muerte es amarilla dorada, y que no hace ruido”.
Cadillac Ranch termina con una revelación que anula todo lo anterior y que sólo tendrá sentido para los que hayan leído el libro.Tocornal es una mosca.
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 11 Abril, 2023 17:25
Tenemos la mala costumbre de buscar referencias literarias cuando leemos un relato o una novela. Esas referencias son como senderos que nos conducen a un territorio en el que nos sentimos seguros entre palabras y argumentos revisitados. Un aire de familia que nos permite sustentar opiniones o gustos. En esta novela de Piña Valls algunos críticos no se han resistido a la tentación de mencionar a Salinger o Alain Fournier; yo intentaba huir de esa tentación, sintiendo que lo que estaba leyendo estaba más allá de un sistema referencial, porque lo que estaba leyendo era tan original como en su época lo fue el Huck Finn de Mark Twain. Entiéndame, no establecía una nueva referencia pero utilizaba, eso sí, un modelo eludido por los críticos, descubría un tono narrativo, una ternura humorística que se desprendía de un texto vivo, que manejaba el tiempo, las fórmulas narrativas y la pluralidad de voces con la distraída pericia de un narrador experimentado que desaparece entre las palabras. Las aventuras y desventuras de Jorge Fuster no se inspiraban en las de un preadolescente del Misisipi pero había un aire de familia irremediable que las hermanaba. También, y como suele suceder con los espejismo referenciales, Una heroína intergaláctica me recordaba aquellas películas de la época dorada de Hollywood en la que los verdaderos pilares de la narrativa eran los actores secundarios. Y en esta novela de Piña Valls permitían que el narrador pudiera explayarse con un atractivo añadido: eran personajes que otorgaban luz y diversión y misterio a la historia que se estaba contando, a la verdadera y subterránea historia que Piña Valls nos estaba contando sin que nos diéramos cuenta, porque debajo de ese río que fluía entre los meandros del crecimiento, del paso de la niñez a la adolescencia, se desarrollaba una historia paralela, sutilmente señalada en algunos párrafos, en algunos detalles esenciales, que percutían en nuestro inconsciente y que recién saldrían a la luz una vez acabada la lectura. Es el eterno misterio de los cuentos bien contados.
El reproche a posteriori de no habernos dado cuenta antes, de haber creído ciegamente lo que el ilusionista nos mostraba con una mano y nos ocultaba con la otra. Es muy difícil hacer un esbozo crítico de esta novela sin desvelar las transiciones que hacen posible un milagro. Algo así, algo parecido, me sucedió con El nadador de Cheever. ¿En qué momento se produce la transición entre el tiempo presente, el tiempo real en el que se contaba la historia, y el súbito paso del tiempo transformado en eternidad? ¿Cómo lo hizo Cheever? ¿Cómo lo hizo Piña Valls? ¿Cómo se le da voz a la ausencia? ¿Cómo se aceptan las palabras dichas por los que ya no pueden hablar porque no existen? ¿Cómo se descifra el secreto lenguaje de los fantasmas? Y más aún, más lejos aún en su osadía argumental, ¿cómo se puede hacer la cartografía exacta sin solemnidad ni falsa trascendencia de los misterios sagrados? Aquellos envueltos en liturgias y rituales que sólo pueden ser comprendidos con la inocencia de los niños enamorados.
Como crítico, ante una novela tan hermosa, debo dar un paso al costado y cederle la voz a un poeta, un poeta que lo comprendía todo y que encontró las palabras exactas para hablar de lo que he leído con tanta alegría, los versos son de Pessoa y expresan las mismas coordenadas emotivas en las que se mueve el Jorge Fuster creado por Román Piña Valls:
Amar es la eterna inocencia,
Y la única inocencia es no pensar…
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 13 Maig, 2022 19:53
“Fresán writes a book about father and son and it turns out that
his father was a book cover designer and his son has designed
the book cover”
María Tarchitzky. Bootleg Psychoanalysis
La historia de Alan Melvill, padre de Herman Melville, podría haber sido contada por Charles Dickens. Melvill cumple con todas las características que definen a algunos de los personajes secundarios más recordados del autor inglés. Sin embargo, hay un hecho definitivo que lo convierte en personaje de la última novela de Rodrigo Fresán. Ese hecho es tan memorable como el influjo en un grupo de homínidos de un misterioso Monolito. La primera acción inteligente consistió en matar con método y con finalidad. La gran acción del padre de Melville, que inició toda la literatura contemporánea y que Fresán recrea con estremecedora pericia en su novela, fue caminar sobre el hielo. A partir de la caminata del padre de Melville cruzando un río congelado los personajes literarios se bajaron del árbol donde tomaban té desde hacía centurias para enfrentarse a la misma intemperie que celebró Rimbaud, (con la cara difusa del Dylan de Blonde on Blonde), el más bello de los demonios encarnados, el padre de todo el rock y del punk más clarividente y alucinatorio.
Pero no hay que confundirse, no se puede hablar del padre sin hablar del hijo, y los diálogos entre padre e hijo, y de Melville consigo mismo, que siempre es otro, establecen la estructura de la novela. Estos procedimientos de auto diálogo, de autorreflexión, de personificación de una voz ajena y propia que resuena en la cabeza y que acompaña toda la vida, siguen sorprendiendo a mucha gente. Y creo que esa es la respuesta perfecta a la pregunta angustiosa que se hace a veces Fresán. ¿Cómo es la cabeza de la gente que no lee? Vacía, claro. Porque es la lectura la que activa la voz que estaba dormida. Es la lectura la que le da contenido y realidad a esa voz que nos acompañará para siempre.
Todas las filosofías orientales han surgido como terapias de choque para aquietarla un poco y que te permita por lo menos dormir. Pero la condena de las cabezas huecas es aún peor: deberán escucharse a sí mismos y solo a sí mismos durante el resto de sus vidas.
Las voces rara vez se equivocan. Reconstruir las alucinaciones de Melvill desde los ojos de su hijo de diez años solo podía estar destinado desde el principio de los tiempos a un autor que a la misma edad, en un país construido en base a ficciones y delirios, fue secuestrado por malvados que cercenaban testículos, y que transformaron, desde ese preciso momento, su vida en un cuento como los que escribía Hoffmann, una mezcla de antiguas leyendas, presencias sobrenaturales, y cotidianidad cubierta de poesía y nieve y fuego. La situación de Fresán, desde ese hecho iniciático, a su pesar, claro, (la vida acaso sea todo lo que nos sucede a pesar nuestro y que debemos aceptar y transformar en otra cosa para sobrevivir), encaja perfectamente en la definición de la situación de todo escritor, o al menos de los escritores que se atreven a pronunciar los lenguajes ocultos. Soy como el equilibrista que camina descalzo en un alambre de púas, escribió Piglia refiriéndose a Kafka, cuya obra ya estaba toda entera en el Bartleby que escribiría un alucinado Melville después de haber emergido del vientre de la ballena.
Fresán a su vez emerge de su propia ballena (La Trilogía) con un libro en la mano; un libro que trata de un escritor apocalíptico reconstruyendo los delirios de su padre después de haberse quemado con el hielo y, como si fuera un milagro, en la conclusión nos ofrece una gema única; una palabra que condensa la máxima comprensión en la mínima extensión, la pura poesía de un mandato.
Precisamente, este no-final de Melvill, lo relaciona con las obras que carecen de punto final, los Vedas, el Chuang-tsé o el Finnegans, obras que son salmodias repetitivas que alteran la respiración y que propician visiones.
Melvill es mucho más que literatura. Es un artificio que provoca los mismos estados alterados que Ken Russell recreó en una extraña película. Así, el escritor que decide vencer con un arpón a lo meramente narrativo, hace la misma elección que hacían los que para no terminar arrancando los sombreros de las cabezas normales a cachetadas se embarcaban en busca de los vientos perdidos.
Fresán se juega la estabilidad y arriesga el anclaje a lo cotidiano. Porque para aquel que aprende a ver con los ojos cerrados (¡cierra los ojos y mira!) y se atreve a contarlo, un televisor puede ser un portal, un hotel un pasaje al otro mundo, y la simetría de un pasillo la antesala del infierno.
Nadie escapa a la voz que dicta las palabras y cuando esa voz ancestral te habla la obligación moral de un escritor es escribirla para poder leerla y con suerte entenderla.
Todos somos Willard sudando en un hotel de Saigón.
La literatura será así por fin mucho más que ficción y toda la morralla que la describe como auto referencial o retórica seguirá escondida en una cueva refutando la presencia del Monolito que nos impulsa a despertarnos a los diez años en medio de la noche y a responder sin miedo al fanpiro que exige que le respondas una sola pregunta para salvar tu alma.
—¿Quién eres?—le pregunta la voz del hielo.
—Soy la Morsa—responde Fresán sin miedo en su voz.
Una voz que ilumina la noche.
Gabriel Bertotti
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