Articles sobre literatura escrits pels amics de la llibreria Món de Llibres.
FAUSTO | 11 Abril, 2023 17:25
Tenemos la mala costumbre de buscar referencias literarias cuando leemos un relato o una novela. Esas referencias son como senderos que nos conducen a un territorio en el que nos sentimos seguros entre palabras y argumentos revisitados. Un aire de familia que nos permite sustentar opiniones o gustos. En esta novela de Piña Valls algunos críticos no se han resistido a la tentación de mencionar a Salinger o Alain Fournier; yo intentaba huir de esa tentación, sintiendo que lo que estaba leyendo estaba más allá de un sistema referencial, porque lo que estaba leyendo era tan original como en su época lo fue el Huck Finn de Mark Twain. Entiéndame, no establecía una nueva referencia pero utilizaba, eso sí, un modelo eludido por los críticos, descubría un tono narrativo, una ternura humorística que se desprendía de un texto vivo, que manejaba el tiempo, las fórmulas narrativas y la pluralidad de voces con la distraída pericia de un narrador experimentado que desaparece entre las palabras. Las aventuras y desventuras de Jorge Fuster no se inspiraban en las de un preadolescente del Misisipi pero había un aire de familia irremediable que las hermanaba. También, y como suele suceder con los espejismo referenciales, Una heroína intergaláctica me recordaba aquellas películas de la época dorada de Hollywood en la que los verdaderos pilares de la narrativa eran los actores secundarios. Y en esta novela de Piña Valls permitían que el narrador pudiera explayarse con un atractivo añadido: eran personajes que otorgaban luz y diversión y misterio a la historia que se estaba contando, a la verdadera y subterránea historia que Piña Valls nos estaba contando sin que nos diéramos cuenta, porque debajo de ese río que fluía entre los meandros del crecimiento, del paso de la niñez a la adolescencia, se desarrollaba una historia paralela, sutilmente señalada en algunos párrafos, en algunos detalles esenciales, que percutían en nuestro inconsciente y que recién saldrían a la luz una vez acabada la lectura. Es el eterno misterio de los cuentos bien contados.
El reproche a posteriori de no habernos dado cuenta antes, de haber creído ciegamente lo que el ilusionista nos mostraba con una mano y nos ocultaba con la otra. Es muy difícil hacer un esbozo crítico de esta novela sin desvelar las transiciones que hacen posible un milagro. Algo así, algo parecido, me sucedió con El nadador de Cheever. ¿En qué momento se produce la transición entre el tiempo presente, el tiempo real en el que se contaba la historia, y el súbito paso del tiempo transformado en eternidad? ¿Cómo lo hizo Cheever? ¿Cómo lo hizo Piña Valls? ¿Cómo se le da voz a la ausencia? ¿Cómo se aceptan las palabras dichas por los que ya no pueden hablar porque no existen? ¿Cómo se descifra el secreto lenguaje de los fantasmas? Y más aún, más lejos aún en su osadía argumental, ¿cómo se puede hacer la cartografía exacta sin solemnidad ni falsa trascendencia de los misterios sagrados? Aquellos envueltos en liturgias y rituales que sólo pueden ser comprendidos con la inocencia de los niños enamorados.
Como crítico, ante una novela tan hermosa, debo dar un paso al costado y cederle la voz a un poeta, un poeta que lo comprendía todo y que encontró las palabras exactas para hablar de lo que he leído con tanta alegría, los versos son de Pessoa y expresan las mismas coordenadas emotivas en las que se mueve el Jorge Fuster creado por Román Piña Valls:
Amar es la eterna inocencia,
Y la única inocencia es no pensar…
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 13 Maig, 2022 19:53
“Fresán writes a book about father and son and it turns out that
his father was a book cover designer and his son has designed
the book cover”
María Tarchitzky. Bootleg Psychoanalysis
La historia de Alan Melvill, padre de Herman Melville, podría haber sido contada por Charles Dickens. Melvill cumple con todas las características que definen a algunos de los personajes secundarios más recordados del autor inglés. Sin embargo, hay un hecho definitivo que lo convierte en personaje de la última novela de Rodrigo Fresán. Ese hecho es tan memorable como el influjo en un grupo de homínidos de un misterioso Monolito. La primera acción inteligente consistió en matar con método y con finalidad. La gran acción del padre de Melville, que inició toda la literatura contemporánea y que Fresán recrea con estremecedora pericia en su novela, fue caminar sobre el hielo. A partir de la caminata del padre de Melville cruzando un río congelado los personajes literarios se bajaron del árbol donde tomaban té desde hacía centurias para enfrentarse a la misma intemperie que celebró Rimbaud, (con la cara difusa del Dylan de Blonde on Blonde), el más bello de los demonios encarnados, el padre de todo el rock y del punk más clarividente y alucinatorio.
Pero no hay que confundirse, no se puede hablar del padre sin hablar del hijo, y los diálogos entre padre e hijo, y de Melville consigo mismo, que siempre es otro, establecen la estructura de la novela. Estos procedimientos de auto diálogo, de autorreflexión, de personificación de una voz ajena y propia que resuena en la cabeza y que acompaña toda la vida, siguen sorprendiendo a mucha gente. Y creo que esa es la respuesta perfecta a la pregunta angustiosa que se hace a veces Fresán. ¿Cómo es la cabeza de la gente que no lee? Vacía, claro. Porque es la lectura la que activa la voz que estaba dormida. Es la lectura la que le da contenido y realidad a esa voz que nos acompañará para siempre.
Todas las filosofías orientales han surgido como terapias de choque para aquietarla un poco y que te permita por lo menos dormir. Pero la condena de las cabezas huecas es aún peor: deberán escucharse a sí mismos y solo a sí mismos durante el resto de sus vidas.
Las voces rara vez se equivocan. Reconstruir las alucinaciones de Melvill desde los ojos de su hijo de diez años solo podía estar destinado desde el principio de los tiempos a un autor que a la misma edad, en un país construido en base a ficciones y delirios, fue secuestrado por malvados que cercenaban testículos, y que transformaron, desde ese preciso momento, su vida en un cuento como los que escribía Hoffmann, una mezcla de antiguas leyendas, presencias sobrenaturales, y cotidianidad cubierta de poesía y nieve y fuego. La situación de Fresán, desde ese hecho iniciático, a su pesar, claro, (la vida acaso sea todo lo que nos sucede a pesar nuestro y que debemos aceptar y transformar en otra cosa para sobrevivir), encaja perfectamente en la definición de la situación de todo escritor, o al menos de los escritores que se atreven a pronunciar los lenguajes ocultos. Soy como el equilibrista que camina descalzo en un alambre de púas, escribió Piglia refiriéndose a Kafka, cuya obra ya estaba toda entera en el Bartleby que escribiría un alucinado Melville después de haber emergido del vientre de la ballena.
Fresán a su vez emerge de su propia ballena (La Trilogía) con un libro en la mano; un libro que trata de un escritor apocalíptico reconstruyendo los delirios de su padre después de haberse quemado con el hielo y, como si fuera un milagro, en la conclusión nos ofrece una gema única; una palabra que condensa la máxima comprensión en la mínima extensión, la pura poesía de un mandato.
Precisamente, este no-final de Melvill, lo relaciona con las obras que carecen de punto final, los Vedas, el Chuang-tsé o el Finnegans, obras que son salmodias repetitivas que alteran la respiración y que propician visiones.
Melvill es mucho más que literatura. Es un artificio que provoca los mismos estados alterados que Ken Russell recreó en una extraña película. Así, el escritor que decide vencer con un arpón a lo meramente narrativo, hace la misma elección que hacían los que para no terminar arrancando los sombreros de las cabezas normales a cachetadas se embarcaban en busca de los vientos perdidos.
Fresán se juega la estabilidad y arriesga el anclaje a lo cotidiano. Porque para aquel que aprende a ver con los ojos cerrados (¡cierra los ojos y mira!) y se atreve a contarlo, un televisor puede ser un portal, un hotel un pasaje al otro mundo, y la simetría de un pasillo la antesala del infierno.
Nadie escapa a la voz que dicta las palabras y cuando esa voz ancestral te habla la obligación moral de un escritor es escribirla para poder leerla y con suerte entenderla.
Todos somos Willard sudando en un hotel de Saigón.
La literatura será así por fin mucho más que ficción y toda la morralla que la describe como auto referencial o retórica seguirá escondida en una cueva refutando la presencia del Monolito que nos impulsa a despertarnos a los diez años en medio de la noche y a responder sin miedo al fanpiro que exige que le respondas una sola pregunta para salvar tu alma.
—¿Quién eres?—le pregunta la voz del hielo.
—Soy la Morsa—responde Fresán sin miedo en su voz.
Una voz que ilumina la noche.
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 07 Maig, 2022 10:07
Esta novela fue escrita por Antonio Tocornal en apnea, arriesgando la vida, sumergiéndose en su propia mierda y en la mierda del gran desagüe de todas las aguas fecales de nuestras almas. Para que así, cuando emerja con ese brillo en los ojos del artista poseído por su demonio, ante mi pregunta, ¿por qué lo haces, Antonio? ¿por qué te arriesgas?, me mire sorprendido, como diciéndome: ¿No es acaso esa la misión de los verdaderos artistas? ¿No tenemos que actuar sin dudarlo, sin miedo a las palabras, hasta el extremo más alucinado? ¿No debemos dar fiel testimonio de la Caída sin fondo de los ángeles más hermosos? ¿No estamos obligados a dar voz a los postergados y a los callados?. Y yo que pienso, claro que sí Antonio; si así no lo hubieras hecho jamás habría sentido tanto amor por Candela ni tanta pasión por el pez infinito que nunca deja de girar intentado soportar la limitación inacabable de su prisión transparente».
Corrijo; de nuestra prisión transparente.
Parece como si Tocornal desde otro tiempo y desde una isla, con lo que ello significa, lo hubiera escuchado y se decidiera a argumentar la validez de semejante enunciado. Visto así, entonces, Malasanta no solo es una novela sino que por sobre todas las cosas es un teorema. Pero, ¿cómo demostrar que no se puede vivir sin amor? De esa visión parte la tarea del artista. El uso de semejante y manoseada palabra implica que no veo a Tocornal solo como alguien que se gana la vida escribiendo profesionalmente, ni siquiera como un autor de novelas, sino que para mí, y más desde la perspectiva amarga que nos deja en la mirada la lectura de Malasanta, se erige como verdadero artista en el sentido flaubertiano, alguien que con la exacta medida de palabras e ideas intenta comprender la Realidad. Malasanta es una obra que indaga en la ontología de un mundo de objetos, enumerándolos, dándoles existencia por medio de las palabras, pero es también una gnoseología, porque afina los métodos más apropiados para el conocimiento: la mirada transparente capaz de manifestar en todo su esplendor la densa baba que cubre con hastío y mugre todo lo que existe. Y es también una forma de ética, ya que establece los métodos apropiados de acercamiento a aquello que observa y que indaga sin manipular sentimientos ni manchar la narración con ideología. Todos estos métodos, estas estrategias narrativas, funcionan porque están fundamentados en el compromiso del autor con su visión, desafiando censuras y cancelaciones. Si así no fuera, Malasanta sería una piedra lanzada con odio y resentimiento a la cara del lector. Si Tocornal fuera solo un escritor profesional, Malasanta nos lastimaría, nos dejaría ensangrentados y rotos a un costado del camino. Pero por suerte, Tocornal, con su escritura de apnea, nos ha entregado una obra filosófica en el más antiguo sentido del término, y está claro que nosotros, como lectores, debemos pagar un precio para acceder a ese conocimiento, y el precio es purificar tanto la mirada como para lograr ver, lo mismo que el farero en el corazón del mero, o un pez infinito atrapado en una pecera, la increíble versatilidad del ojo que todo lo ve, la mirada de Dios, que carece de cuerpo y de párpados, mirándonos desde el más profundo pozo de mierda.Malcom Lowry en Bajo el Volcán repite una y otra vez a lo largo de cientos de páginas un aviso desesperado: No se puede vivir sin amor. No se puede vivir sin amor.
Acaso, entonces, la mejor manera de demostrar que no se puede vivir sin amor sería describir la vida de los seres que habitan la cuneta y que nacieron para la fosa común. Solo así, siendo impiadosos testigos de su dolor, de su soledad, y de su vacío, podremos entender la terrible envergadura de la ausencia palpable del amor en unas vidas sin escapatoria, desgraciadas por origen y destino. Solo así podremos completar el teorema.
¿Cómo sobrevivir a la lectura de Malasanta? La repuesta a esta pregunta no depende de nosotros sino de la pericia de Tocornal como autor. Cuando uno escribe sabe que existe un compromiso moral en la elección de las palabras y de los argumentos pero también un acto de gentileza sumamente delicada con el lector. Si la vida en general es bastante agresiva, y lo está siendo cada día más, ¿qué sentido tiene que el autor se aproveche de la buena fe de un lector inocente y le arruine el día? Pero el artista tampoco debería renunciar a su visión, que siempre es una forma de misión irrenunciable que podría condenarle el alma, es en la respuesta práctica a las cuestiones enumeradas donde se ve la talla ética de un autor, en la cual, y de manera elegante, siempre están mezcladas la ética con la estética, ya que solo así la obra estará completada, y solo así el lector podrá, de la mano del autor, buceando ambos en apnea, emerger y sin miedo respirar un aire suficientemente puro como para no envenenar la sangre. Entonces es válido también preguntarnos, ¿qué recursos ha utilizado Tocornal para ayudarnos a sobrevivir a su novela? El humor está claro, todo libro sin humor se transforma en un ladrillo sumamente práctico para ser utilizado como estabilizador de mesas desequilibradas o como tope para una alacena o como arma arrojadiza. Hay otro recurso que utiliza Tocornal para salvarnos la vida (sí, no exagero, salir vivo y puro de este libro es una cuestión de vida o muerte…que no está en nuestras manos), ese recurso mágico es la ternura. ¡Vaya palabra arriesgada! ¡Vaya emoción arriesgada! ¿Cómo utilizar la ternura sin ser ñoño? ¿Cómo evitar la cursilería de la exposición impúdica de los sentimientos? Tocornal tiene la respuesta, que curiosamente es la misma que Platón esbozó hace milenios. La salida es la Belleza, y la Belleza no es otra cosa que la suma de Verdad y Bondad. La Bondad auténtica es bella. Por eso es tan bello el abrazo metafísico del niño con pelo de poeta, o la renuncia sentimental, aceptando sus carencias, su dolor y su destino, del viajante de comercio, o la indiscutible belleza de cada uno de los gestos, inútiles, pero por eso mismo trascendentales, de Candela.
Porque cuando nos sumergimos en lo más hondo de nuestros miedos y renuncias, cuando nos atrevemos a abandonar el oxígeno y a aguantar la verdad más profunda apenas con el aire de los pulmones, cuando nos hundimos más y más en el turbio mar de este libro, cuando nos aferramos con confianza y entrega a la mano del autor y buceamos sin tanques buscando el ojo divino junto a la desembocadura de un río de saliva, orín y semen, sabemos que lo verdaderamente difícil será retornar, calcular el momento exacto de la vuelta, del retorno a la luz, y deberemos tener cuidado de hacerlo de la manera correcta, poco a poco, con los intervalos de calma necesarios como para no emponzoñar de detritus indeseables la sangre, y ahí va Tocornal, guiándonos, sin soltarnos la mano, sabiéndolo todo, otorgándonos esos remansos de ternura seca, indispensables para volver sanos y salvos a la superficie, purificados, diferentes a los que éramos cuando abrimos un libro llamado Malasanta.
Decididos a amar para salvarnos.
Gabriel Bertotti
FAUSTO | 13 Gener, 2021 10:33
De espaldas a un mercado editorial plagado de bestsellers y libros de autoayuda que se venden a la misma velocidad con la que se olvidan, muy bien editado por la editorial mallorquina Sloper, Gabriel Bertotti acaba de publicar Historia de Los Angeles.
Un nuevo libro que con valentía, sin prejuicios y con un estilo que ya le es propio, trata de aventuras ausentes, historias inconclusas, y como no podía ser de otra manera, también sobre cine y literatura, siguiendo la línea conceptual de Margen Crítico y Margen Cínico, sus dos trabajos anteriores editados por Món de Llibres.
A riesgo de quedarse solo, pero confiado en aquello que decía Cortázar, Gabriel Bertotti escribe para un lector activo, “un antagonista fraternal”, que de alguna manera – sin ser elegido de antemano por el autor- se convierte en un hermano, participa y lucha con el escritor en el trabajo de creación de la obra.
En virtud de una larga amistad con Gabriel tuve el privilegio como lector de comentar, por así decirlo, en tiempo real, la lectura de este libro con el autor. Toda una experiencia, donde, con mucha alegría y no pocas coincidencias, terminé de convencerme, y esto también se lo debemos a Cortázar, que la manera de leer un libro hace del mismo libro muchos otros libros. Algunos escritores, muy pocos, obran el prodigio de escribir un libro diferente al que hemos leído. Este es uno de ellos. Con qué intención ha sido escrito, cómo el aedo templa la cítara antes de cantar la epopeya, mejor que yo, lo dice en el prólogo Conejo Wilson.
Historia de Los Angeles está compuesto por un conjunto de ocho relatos independientes y de una novela breve que lleva el mismo título del libro.
Los críticos han clasificado a este libro, sobre todo a la novela corta, como un juego metaliterario-palabra que a mí también produce escozor-; pero, cabe señalar aquí, otra vuelta de tuerca, porque si bien el cine siempre se ha nutrido de la literatura, en este caso, igual que en Margen Cínico, es la literatura la que se alimenta del cine:
Bertotti se apodera de Faulkner y Chandler, su prosa es un calco, todas las voces son la misma; igual que a Lázaro, los revive, los convierte en personajes de ficción y, jugando con la posibilidad de que se hubieran conocido, los encierra en un sucucho de los viejos estudios de donde no quieren, o no los dejan salir. Las viejas glorias de la literatura americana hablan y beben sin parar: no sabría decirles si esto es metaliteratura, esto es Niebla en Hollywood. Un sentido homenaje, carente de solemnidad y medallas, pero lleno de ternura y respeto, a dos grandes escritores que tanto han influido en la obra de Gabriel.
Como si esto fuera poco, Bertotti toma prestadas escenas míticas del cine bélico americano y las incorpora en el relato, ordenándolas, conforme a los personajes, o bien a como se le da la gana. Por ejemplo, en El Invitado, un relato que sucede en Vietnam, el taciturno Capitán Willard, de Apocalypse Now, le pone una pistola en la cabeza al Cabo Bufón, de Full Metal Jacket, “marine y corresponsal de guerra en Barras y Estrellas”. Un juego tan osado e inesperado como arriesgado, que sorprende, divierte y conmueve a quien ama a los libros y al cine sin alejarse ni por un segundo del rigor de la trama ni perder el sentido que Bertotti ha querido darle al relato. Pues, yo no sé cómo lo hace, pero lo hace…No hemos venido aquí para descubrir las trampas del mago, sino a disfrutar del espectáculo, y al que me hable de plagio lo espero en la esquina…
Con todo respeto, jugando al mismo juego, de los demás relatos puede decirse que Fuego en Kokoro, parece haber sido escrito ebrio, con Albert Finney bajo el volcán de Malcolm Lowry. Para acabar con la soledad, errante por el desierto de Travis, compartiendo aquel silencio loco, autista, de Pascal Quignard. Cosas que no le dije a ella, también podría llamarse “Cosas que no le dije a Juliette Binoche” o “Malasangre en Buenos Aires”, y me recordó aquel infierno tan temido por Onetti. En La Balada del vagabundo, el narrador parece haberse perdido en algún laberinto de Borges, pero lo acompaña el mismo ángel que a James Stewart le salvó la vida en Qué bello es vivir. Salir afuera, muy cerca de Kafka, el personaje se mira en los mismos espejos donde se acicala la dama de Shangai. Agua de vida, fragmentos de novela negra en estado puro, mariposas de bar sin Mickey Rourke.
Además de pedir disculpas por mis ocurrencias, también debo decir que todos los relatos han sido escritos bajo el hilo conductor del amor, porque, aunque se puede escribir con la impunidad que a los escritores otorga la ficción, así como no se puede vivir sin amor, no se puede escribir sin amor.
De la novela corta, compartiendo los elogios que ya han dicho otros lectores, diremos que es una obra en sí misma, una joya literaria escrita con la prosa, la acción, los detalles, y la elegancia de las mejores novelas clásicas del género negro; que es todo un acierto la voz femenina que narra la historia; que el desenlace de la trama no es menos importante que lo que se cuenta; y que por momentos uno no sabe si está leyendo Historia de Los Angeles o viendo en el cine El Crepúsculo de los dioses, a Gloria Swanson escribiendo su vida en una libreta. Más que un homenaje a Dashiell Hammett, a Scott Fitzgerald, al cine y al mundo del cine, esta novela es el guion perfecto para una película que cualquier director, amante del cine y millonario, ya debería estar filmando.
Sin más citas ni disculpas, con el mayor entusiasmo recomiendo este libro a todos mis amigos y a todos aquellos lectores que todavía creen en la magia del cine y la literatura.
Alex Armega
FAUSTO | 14 Desembre, 2020 11:20
Texto de Nadal Suau leído en la presentación de Historia de Los Angeles en el claustro del Colegio de Nuestra Señora de Montesión.
La impunidad es una prerrogativa del escritor de ficción. Un narrador solo responde ante la Ley que él mismo ha elaborado y sancionado; cierto que el castigo por quebrar esa legislación es muy severo: romper con las exigencias del estilo propio equivale a morir como escritor, hacer añicos la obra. Por otra parte, como en la parábola neotestamentaria, el autor que no desafía en alguna medida los límites de su estética es como el siervo que enterró el único talento que su Señor le dio en hipoteca: incapaz de multiplicar la hacienda encomendada, es expulsado a las tinieblas de la noche, para que le rechinen los dientes.
Pues bien, Gabriel Bertotti invierte los cinco talentos que recibió de su Señor en un Casino: concretamente, en el Casino de la Gran Tradición Literaria Argentina. Vale, el juego y las apuestas gozan de muy mala fama, como el whisky en el desayuno o los departamentos destartalados en blanco y negro con persianas de lama, pero he ahí donde ha decidido instalarse nuestro amigo, en una atmósfera de regusto norteamericano, hecha de peligro y de diversión, rodada con el fervor vital de Howard Hawks o el pulso febril de John Huston. Bienvenidos a la Historia de Los Angeles, una historia en la que la ciudad es un texto, cada ángel tiene la cara sucia, y Scott Fitzgerald es el Yung Beef de la belle epoque.
Antes de seguir, permitidme una confesión: si hace un momento aludí a la parábola de los talentos, fue empujado por el peso del escenario en el que estamos: en los años noventa, Yo era un alumno de Montesión. En este mismo claustro, ocurrieron al menos tres cosas que recuerde: conocí a mi mejor amigo al escucharlo perorar sobre Pessoa; un compañero me prestó un libro que me cambió la vida; e hice el ridículo ante una muchacha que afortunadamente lo habrá olvidado. ¿Y sabéis qué? Tentado por la impunidad del presentador de libros (menor que la del narrador, pero no despreciable), aprovecharé la bula que dan los actos culturales para decir en voz alta, entre estos “tutelares muros”, que existen los estados alterados de conciencia, que todos hemos visitado alguna vez, en alguna fiesta, los paraísos artificiales (inhalándolos, liados en papel finísimo, diluidos en la sangre, ingeridos, mezclados con cola…), y que no es muy distinta esa forma de alteración perceptiva a las que provoca un libro de Gabriel Bertotti.
En particular, las narraciones y artefactos de Bertotti (en adelante, las “bertottiadas”) comparten dos efectos típicos de las sustancias prohibidas, a saber: la sensación levemente paranoica de que todo está conectado, y el déjà vu, que se produce cuando el cerebro registra simultáneamente un acontecimiento como acontecimiento y como recuerdo. Acción y memoria de la mano, el déjà vu distorsiona nuestra idea del tiempo biográfico. Escritura y lectura de la mano, las bertottiadas distorsionan nuestra idea de la literatura. Como él mismo dice en la introducción a Historia de Los Angeles, su libro es “entretenimiento”, placer puro de contar relatos frente al fuego en las noches de invierno. Pero también es una apuesta por conquistar nuestra memoria: son relatos que quieren quedarse para siempre a nuestro lado. Y por fin, son ellos mismos memoria: aquí resuenan otras obras, otros estilos, las variaciones infinitas de lo literario en la literatura argentina y de lo cinematográfico en Hollywood.
Y así, el gesto automático de Aira, la falsificación genuina de Piglia, la ciudad automática de Arlt, el fango viscoso de Lamborghini, los laberintos de Borges… Todos están invocados en esta escritura. Como el Hollywood clásico, como Hammett y Fitzgerald y Faulkner y Chandler. Como el sueño y la risa, la masculinidad que dice adiós y sonríe, un revólver a contraluz. El cine, los libros, un juego de manos. Mitos a los que se accede por conductos daimónicos, que se ponen del revés y luego vuelven a ejercer su influjo.
Es todo un juego de magia.
Como si fuera un exalumno de un Viejo Colegio que se resiste a cerrar sus puertas, Bertotti es gamberro con la tradición, la provoca, le saca la lengua y juega a ponerse en medio de su claustro para decir inconveniencias… Pero, al fin, sabe que también él es parte de esa historia, que la consecuencia final de su escritura es inocular esa historia en la sangre de su lector. El Viejo Colegio de Gabriel Bertotti es la literatura, y vosotros estáis a punto de ser intoxicados.
Llibreria Món de llibres
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